Hoy iba a se un día muy especial. Llevaba toda la mañana preparándome para esta noche.

– Coge ropa de abrigo, hará frio cuando anochezca – insistía mi padre mientras yo empujaba mi plumas dentro de mi minúscula mochila.

Llevábamos más de 1 hora alejándonos de la ciudad por la carretera hacia el Norte.

–La luz de la ciudad es el peor enemigo del cielo- decía siempre mi padre.

Miré a mi alrededor, el campo se abría paso en todas direcciones, no había ningún edificio, ninguna luz se percibía en el horizonte. El Sol estaba ya muy bajo dejando paso a una oscuridad que yo no había visto nunca.

–Hemos llegado- anunció mi padre abandonando la carretera principal. Nos incorporamos a un tortuoso camino flanqueado por unos impresionantes olivos.

Después de unos 15 minutos adentrándonos en el campo, percibí un grupo de coches con gente alrededor. Ya casi era noche cerrada y la falta de luces en los alrededores dificultaba reconocer los objetos lejanos.

Mi padre giró el volante y enfilamos hacía el grupo de gente. Los faros del coche se posaron sobre un banderín que recibía a los recién llegados. Era azul y rojo y en el se podía ver una especie de pájaro en color blanco volando por encima de lo que parecía un globo terráqueo.

–¿Qué es ese pájaro papá? – pregunté intrigado.

–Es el símbolo de nuestra asociación y representa una constelación del cielo, la Cruz del Norte.

–Pero parece un pájaro- repliqué extrañado.

– Es que es un pájaro – sonrió mi padre. – En concreto un cisne, un majestuoso cisne que sobrevuela la Vía Láctea- explicó mi padre mientras salía del coche, que había aparcado junto al resto

–¿Qué es la Vía Láctea? – pregunté lleno de curiosidad-

–Eso- dijo mi padre señalando hacia el cielo.

Yo alcé la vista y abrí la boca sorprendido. Sobre mi cabeza había cientos, no cientos, miles de estrellas. Nunca en la vida había visto algo así. Y atravesando el cielo una banda de color blanquecino que parecía dibujada con un aerosol de grafiteros.

–¿Puedes ver allí el cisne del cartel – me preguntó mi padre mientras apuntaba con el dedo una zona de la banda que coronaba nuestras cabezas

– Esa es la cabeza, y aquella la cola- dijo mientras un señor con el pelo blanco apuntaba dos estrellas con un laser que salía de su mano y alcanzaba el cielo.

–¡Hala!, que pasada- exclamé asombrado. – Con eso puedes señalar las estrellas- dije emocionado.

–Exacto, para eso lo utilizamos- replicó con una pícara sonrisa. – ¿Quieres ver algo sorprendente de verdad?

–Claro que si – dije lleno de curiosidad.

Me ofreció su mano y me llevo al lado de un extraño y enorme aparato. Soltó mi mano y se agacho en frente de un maletín plateado. Alargó la mano y extrajo de él una pieza cilíndrica que manejo con un cuidado exquisito y la colocó en el extraño aparato.

–Mira por aquí- me dijo con una sonrisa expectante.

Yo puse el ojo en la pieza y miré a través de ella. No podía creer lo que veía. La Luna estaba tan cerca que podía ver sus cráteres. Era como estar volando sobre ella. Me invadió una sensación que nunca había sentido. Me giré, miré a mi padre y con cara gran convencimiento le dije:

–Papá, de mayor quiero ser astrónomo.